Hoy, mientras iba a comprar calcetines nuevos para ir a First Dates, he visto a través del cristal empañado de mis gafas a una chica guapísima abrazada a un niño pequeñísimo. Él abultaba menos que la mochila que lo empujaba hacia atrás, pero el abrazo era tan inmenso que parecía cobijarlo y ampararlo de todos los males, bajo un cielo gris que mordia, con dentelladas de nostalgia. Era un abrazo que valía por mil mascarillas y kilómetros de distancia social. He cerrado los ojos, apretando fuertemente los párpados para volver a abrirlos al instante, muy, muy abiertos, pero se me ha olvidado poner el flash y al final me ha quedado la instantánea un poco mal.
Conociéndola como la conozco, creo que su vida se debate entre el efímero encanto de la conquista fácil y el poder eterno del amor verdadero. Vuelvo a tener una cita a ciegas con la arrolladora chica de hace un par de semanas, la que me ordenó bajarme la mascarilla y urgó en (casi) todos mis orificios. Ahora dice que quiere mi sangre. ¿Será un eufemismo?
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